jueves, 21 de agosto de 2014

El gato en el hambre

Cuento extraido del libro La muerte tiene permiso de Edmundo Valadés publicado en 1955

-¿Conseguiste algo?
Había una angustiosa esperanza en su voz y en sus ojos.
Siempre que nada había obtenido, como ahora, percibía que la cara de él estaba más enjuta, chupada por los ayunos. Se sentía terriblemente infeliz, dolorosamente responsable de que su padre tuviera que quedarse sin comer.
Entraban en silencio. Con el acido silencio de la derrota.
En las dos piezas las gallinas alborotaban, ensuciando los pisos –mal teñidos con congó amarillo- y dejando un olor desagradable. Ella hubiera muerto si alguien las hubiera tocado. Antes se quedaban todos sin comer que faltar el maíz para los animales. Y cuando llegaban a poner un huevo, justificaba con eso defenderlas del hambre de ellos.
-¿Qué, trajiste pa los frijoles?
Así empezaba, para ir in crescendo, hasta el insulto.
Estaba enferma de los nervios. Las más hirientes ofensas salían de su boca destinadas al viejo. Tal vez el odio de ella era en esos instantes más grandes que el suyo.
Oía los insultos y los gritos como lanzados a su propia carne. Hasta que reventaba.
-Cállese, parece usted loca.

E igual que otras, en ese momento ella presa del ataque. Se convulsionaba hasta caer al suelo los ojos extraviados, con espuma en los labios.
Entre los dos la levantaban y la ponían sobre la cama. Sin hacer un comentario. Si acaso el padre, preocupado, lo urgía: 
-¿No habrá alcohol?
Al atardecer a la luz de las velas –habían cortado la instalación eléctrica una vez más-, todo era inmensamente triste y feo. Tan triste y feo que ni siquiera daban ganas de llorar ante la desolación incrustada allí, en unos cuantos metros del corazón de la ciudad.

El padre, abrumado, se concentraba en el chato. Era un gato blanco, de sorprendidos y llorosos ojos, siempre sucio. Parecía perro de humilde. Recibía al padre brincándole sobre el hombro, para quedarse allí como dueño del único sitio amable de la casa.
El padre ponderando con su orgullosa sonrisa la inteligencia del gato, decía: 
-Ninguno es capaz de hacer esto.
Eran amigos. 
El padre lo acariciaba y le decía palabras paternales. Horas y horas el chato ronroneaba trepado sobre el hombro, calentando la isla en que se instalaba el viejo, al sentarse en su silla, sin responder al habla incansable de su mujer, con sus inacabables quejas, echándole en cara que “no hubiera hombres en casa”.
Ambos el viejo y el gato, parecían no oír el desagradable estribillo. En todo caso, el animal saltaba del hombro y se acomodaba en las piernas del viejo, que le acariciaba el lomo, una y otra vez, como acariciando sobre su hirsuto y pegajoso pelo una única y tersa esperanza.

Otro día, él y su padre salían juntos. El viejo daría una vuelta para ver al conocido que le había ofrecido buscarle empleo en una oficina pública y luego haría tiempo caminando por las abigarras calles de La Merced, esperándolo al fin cerca de la vivienda. A mediodía, estaría en la puerta con la misma angustia.
-¿Conseguiste algo?

Él era joven y esa vez había obtenido diez pesos. No resistió buscarse una mujer. Como otras ocasiones tuvo remordimientos. Con los diez pesos podrían comer toda una semana. Pero también esa hambre era poderosa y apremiante.
Casi la primera de las que se ofrecían. Lo sedujo por la profunda ternura de su voz:
-Ven güerito, te haré cositas bonitas.
La arreglo por dos pesos y pagó tres por el cuarto del hotel. Hubiera querido prolongar el rato. Pero después ella demostró que también tenía hambre y no le interesaba más que irse pronto, con sus dos pesos.
A los tres días le apareció la enfermedad, cuando se había acabado ya el dinero. Fue una sensación como si estuviera perdido para siempre y ya jamás pudiera resolver ya absolutamente nada. Como si acabara de entrar en una vida peor que la de la miseria, que ahora parecía haber sido más soportable.
Hubiera querido quedarse allí en la cama, escondiendo su vergüenza y su desgracia. Pensando en todos los años y en todos los días anteriores a ese momento de la asquerosa revelación que ahora eran días y años luminosos. 
Allí estaba el Chato, humilde, con sus grandes ojos llorosos que parecían comprenderlo todo.
Sintió deseos de molestarlo.
Con el palo de una escoba empezó a perseguirlo, hostigándolo. El gato sorprendido se escabulló, hasta huir aterrorizado, ganando la azotea.
No regreso.
Los días pasaron sin que el padre profiriera palabra. Solo, ahora en su incompleta isla, extrañando el cordial ronroneo de su amigo, se sumió en hosco ensimismamiento.

Un día al fin consiguió un empleo. Cuando se acerco a la vivienda y vio a su padre que lo esperaba, le sonrió desde lejos, queriendo animarlo.
-Mira papá conseguí trabajo. Ganare veinticinco pesos a la semana y me han dado un anticipo. Ya no nos faltará qué comer y podremos pagar la renta.
El viejo se quedó serio, triste, con una abrumadora indiferencia hacia tan buenas noticias.
-Pobrecito del Chato se ha perdido para siempre.

Comprendió que le había quitado a su padre lo que le daba fuerzas todos esos días miserables.
Que lo había dejado solo.
Tan solo, de pie ahí en la puerta del barrio, como si todo lo demás le fuera extraño, vacío, y la vida se hubiera caído hecha mil pedazos que jamás podría reconstruirse.










jueves, 14 de agosto de 2014

El gato- Charles Baudelaire

Extraido del poemario Las flores del mal, publicado en 1857.

Es considerada una de las obras más importantes de la poesía moderna, imprimiendo una estética nueva, donde la belleza y lo sublime surgen, a través del lenguaje poético, de la realidad más trivial 


Ven, bello, gato, a mi amoroso pecho: 
Retén las uñas de tu pata, 
Y deja que me hunda en tus ojos hermosos
Mezcla de ágata y metal 
Mientras mis dedos peinan suavemente 
Tu cabeza y tu lomo elástico, 
Mientras mi mano de placer se embriaga 
Al palpar tu cuerpo eléctrico, 
A mi señora creo ver. 
Su mirada como la tuya, amable bestia, 
Profunda y fría, hiere cual dardo, 
Y, de los pies a la cabeza, 
Un sutil aire, un peligroso aroma, 
Bogan en torno a su tostado cuerpo.


jueves, 7 de agosto de 2014

El gato, primera parte

extraido del libro de cuentos de Juan García Ponce El gato y otros cuentos, publicado en 1974


El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacia suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso. Cuando D, vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar el pasillo, el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza hacia él, buscando que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y ardientes en medio del suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento, hasta convertirlos en una delgada línea de luz amarilla y volvía la cabeza hacia el frente, ignorando la mirada de D que, sin embargo, seguía viéndolo, conmovido por su solitaria fragilidad y un poco molesto por el peso inquietante de su presencia. Otras veces, en lugar de en el pasillo del segundo piso, D lo encontraba de pronto acurrucado en uno de los rincones del amplio hall de la entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado a la pared, ignorando el aviso de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno de los tramos de la escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces bajaba o subía delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirarlo y apartándose de su paso cuando estaba a punto de darle alcance para volver a enroscarse alrededor de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás, D sentía la amarilla mirada sobre su espalda.


El edificio en que vivía D era una construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de hace treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos accesorios y cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria belleza. El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto espacio del edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la construcción. Unos días, quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la imprevisible voluntad de los porteros, tan viejos e imperturbables como el edificio y que se apretujaban con hijos y nietos en el tapanco de la planta baja espiando recelosos el paso de los inquilinos, había eliminado del hall los dos pesados sofás de gastado terciopelo y el pequeño pero macizo escritorio de madera cuya antigua presencia acentuaba ese peculiar carácter conservador y ajeno al paso del tiempo de la construcción, y a D le pareció que el gato ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su inexplicable presencia se llevaba con el tono del edificio y, significativamente, D nunca lo vio entre las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas hojas tropicales que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado por iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasillo. El gato parecía ser contrario a esa remota evocación de un jardín; su terreno eran los elementos sobrios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma manera que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban el espacio vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a encontrar de pronto al gato y recibir su mirada indiferente, y a verlo bajar o subir delante de él en las escaleras sin preguntarse a quién pertenecería.

D vivía solo en su departamento y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos, parecía bastarles. Para D siempre era motivo de un renovado placer poder mirar desde casi todos los ángulos del pequeño departamento, en las horas muertas que se extendían frente a ellos los domingos por la mañana, el cuerpo desnudo de su amiga extendido indolentemente sobre la cama, cambiando una postura atractiva por otra postura atractiva que siempre acentuaba aún más esa desnudez a la que hacía casi procaz la conciencia, por parte de ella, de que él la estaba admirando y gozando con la exposición de su cuerpo. Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba así, extendida indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e impreciso.

A veces la cara de ella permanecía oculta en la almohada y su pelo, castaño oscuro, ni largo ni corto, casi impersonal en su ausencia de relación con las facciones del rostro, remataba el prolongado trazo de la espalda que se iba estrechando hacia abajo hasta perderse en la amplia curva de las caderas y el firme dibujo de las nalgas. Más allá estaban sus largas piernas, separadas una de la otra en un ángulo arbitrario, pero estrechamente relacionadas. Entonces para D el cuerpo de ella tenía casi un carácter de objeto. Pero también cuando estaba de frente, dejando ver sus pechos pequeños con sus vivos pezones y la rica extensión plana del vientre, en el que apenas se sugería el ombligo, y la zona oscura del sexo entre las piernas abiertas, el cuerpo tenía algo remoto e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entregaba a la contemplación. Definitivamente, D conocía y amaba ese cuerpo y no podía dejar de experimentar la realidad de su presencia mientras iba de un lado a otro en el departamento realizando las pequeñas acciones cotidianas cuyo sentido se pierde en el carácter mecánico con que podemos cumplirlas. Y del mismo modo la sentía cuando se desvestía delante de él o cuando era ella la que, siempre desnuda, se movía de un lado a otro del departamento, volviéndose de pronto hacia D para hacer un comentario banal. Así, la presencia de su amiga, su soledad de dos, la profunda y tranquila sensualidad de su relación, en la que ella estaba siempre desnuda y era suya, formaba parte de su departamento como era una parte de su vida y cuando estaban entre más gente el conocimiento de esa relación volvía de pronto a D envolviéndolo con una fuerza perturbadora que le hacía buscar la piel de ella bajo su ropa y lo separaba de todo al tiempo que lo obligaba a sentir que el conocimiento que tenía de ella se proyectaba hacia los demás como una especie de necesidad de que participaran de su secreto atractivo. Entonces ella era para él como un puente por el que todos deberían transitar del mismo modo que la luz que entraba por las ventanas, cuando ella se extendía sobre la cama, se posaba sobre su cuerpo e igual que los muebles del departamento parecían mirarla junto con él.

Una de esas mañanas de domingo en que ella dormitaba sobre la cama, D escuchó a través de la puerta cerrada del departamento unos maullidos lastimosos, insistentes, que rodaban sobre sí mismos hasta convertirse en un solo, monótono sonido. D se dio cuenta, sorprendido, de que era la primera vez que el gato mostraba de esa manera su presencia. Su departamento quedaba exactamente arriba de aquél ante cuya puerta, un piso más abajo, el gato se echaba sobre la esterilla; pero los maullidos parecían salir de un sitio mucho más cercano, daban la sensación de que el gato estaba en el interior de su departamento. D abrió la puerta de entrada y lo encontró, pequeño y gris, casi a sus pies. El gato debía haber estado pegado por completo a la puerta, lanzando sus lamentos contra ella. Sin dejar de maullar, levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente a D, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos estrechas rayas amarillas y volviendo a abrirlos enseguida. Instintivamente, D, que un momento antes había pensado en salir del departamento para comprar los periódicos del día como todos los domingos, lo levantó con las dos manos, lo metió al departamento dejándolo otra vez en el piso, salió y cerró la puerta tras de sí. En el pasillo y la escalera siguió escuchando todavía sus maullidos, insistentes, rodando sobre sí mismos, como si reclamaran algo y no estuvieran dispuestos a cesar hasta conseguirlo, y cuando regresó, con los periódicos bajo el brazo, éstos no habían cambiado. D abrió la puerta y entró al departamento. El gato no estaba a la vista y sus maullidos se escuchaban como si no vinieran de un sitio específico sino que ocuparan todo el espacio del departamento. D avanzó por la sala comedor a la que se abría la puerta de entrada y a través de la otra puerta, en el extremo opuesto, que comunicaba con la habitación, pudo ver el cuerpo de su amiga en la misma posición en que él la había dejado, dormitando con la cara escondida en la almohada. Las mantas arrinconadas al pie de la cama hacían más absoluta aun su desnudez. D entró a la habitación, envuelto en el lastimero sonido de los maullidos y vio al pequeño gato gris mirando fijamente el cuerpo desnudo, de pie sobre sus cuatro patas, en el centro de la otra puerta de la habitación, como si no se decidiera a entrar a ella. La distribución del departamento permitía que el acceso a la alcoba desde la entrada pudiera hacerse a través de cualquiera de sus dos puertas, avanzando directamente por la sala o dando un rodeo por la cocina y el pequeño desayunador que se comunicaba directamente con ella y con la alcoba. D se sorprendió preguntándose si el gato había dado ese rodeo o había pasado directamente a la habitación y ahora sólo fingiera que no se decidía a entrar a ella. En tanto, en la cama, bajo su mirada y la del gato, su amiga cambió de posición estirando una de sus largas piernas para pegarla a la otra y rodeando con un brazo la almohada sin levantar la cabeza de ella ni permitir que el pelo castaño se hiciera a un lado para dejar ver el rostro. D se dirigió hacia el gato, lo levantó sin que éste dejara de maullar, lo dejó otra vez en el pasillo y cerró la puerta. Después se sentó en la cama, acarició lentamente la espalda de su amiga reconociendo su piel contra la palma de su mano como si ella sola pudiera llevarlo al fondo del cuerpo que se extendía ante él, y se inclinó para besarla. Ella se volvió con los ojos cerrados todavía, le echó los brazos al cuello levantando el cuerpo para pegarlo al de D y con la boca en su oreja le susurró que se desvistiera y se mantuvo pegada a su cuerpo mientras el obedecía. Después, cuando los dos yacían uno al lado del otro, con las piernas entrelazadas todavía y envueltos en el olor mezclado de sus cuerpos, ella le preguntó, como si de pronto recordara algo que venía de mucho más atrás, si en algún momento había metido a la casa al gato que había estado maullando afuera.

—Sí. Cuando salí a comprar el periódico —contestó D, y se dio cuenta de que los maullidos habían cesado ya.

—¿Y dónde está, qué hiciste con él? —dijo ella.

—Nada. Volví a sacarlo. Ya no tenía objeto que estuviese aquí. Yo quería que te sorprendiera mientras yo no estaba —dijo D y luego agregó—. ¿Por qué?

—No sé —explico ella—. De pronto me pareció que estaba adentro y me extrañó y me gustó al mismo tiempo, pero no pude decidirme a despertar...

La amiga siguió en la cama hasta bien entrada la mañana, mientras D, sentado en el piso, a su lado, leía los periódicos que había dejado sobre la mesa al entrar. Luego salieron a comer juntos. El gato no había vuelto a maullar ni tampoco estaba en el pasillo, ni en las escaleras, ni en el hall y los dos olvidaron el incidente.

Durante la siguiente semana, aunque no volvió a escucharlo maullar, D se encontró en varias ocasiones al gato, gris y pequeño, mirándolo un instante, inmutable sobre su esterilla frente a la puerta del departamento de abajo, enroscado entre los barrotes de hierro de la escalera, subiendo o bajando de él sin volverse a mirarlo, como si le huyera, o caminando muy despacio, pegado por completo a la pared del hall, y cuando cerraba la pesada puerta de vidrio que daba a la calle, dejándolo tras de sí, le parecía que el gato se afirmaba cada vez más como dueño del edificio y esperaba receloso que D regresara igual que los porteros, fingiendo indiferencia sobre su esterilla o enroscado entre los barrotes de la escalera, con su figura frágil y delicada de gato niño que nunca va a crecer y sin embargo no necesita a nadie. A pesar de que a veces su silenciosa presencia resultaba inquietante, su aspecto tenía siempre algo tierno y conmovedor que incitaba a protegerlo, haciendo sentir que su orgullosa independencia no ocultaba su debilidad. En una de esas ocasiones, D lo encontró cuando subía a su departamento con su amiga y ella, reparando en la pequeña figura gris, le preguntó de quién sería, pero no se extrañó cuando D no supo contestarle y aceptó con absoluta naturalidad la suposición de que tal vez no era de nadie, sino que simplemente había entrado un día al edificio y se había quedado en él. Esa noche estuvieron en el departamento hasta muy tarde y como otras muchas veces la amiga, que siempre decía que le gustaba que D se quedase en el departamento después de estar con ella, no quiso que él se levantara para acompañarla a su casa. Al verse de nuevo, ella comentó que al salir había encontrado al gato en la escalera y que la había seguido hasta el hall, deteniéndose sólo un poco antes de que ella saliera, como si quisiera y al mismo tiempo temiera irse a la calle, por lo que ella tuvo que cerrar la puerta con mucho cuidado.

—Sentí ganas de cargarlo y llevármelo, pero me acordé que tú dijiste que él había elegido el edificio —terminó la amiga, sonriendo.

D se burló de su amor por los animales y volvió a olvidar a la pequeña figura gris; pero el domingo siguiente, al regresar de comprar los periódicos encontró al gato, al que no había visto al salir, enroscado entre los barrotes de la escalera. Pasó a su lado sin que se moviera como de costumbre para subir delante suyo y D, sorprendido, se volvió, lo levantó y entró con él al departamento. Su amiga esperaba en la cama como siempre y D, que la había dejado despierta, trató de no hacer ruido al cerrar la puerta para sorprenderla. Llevaba al gato en los brazos todavía y él se había acurrucado cómodamente en su regazo entrecerrando los ojos. D podía sentir su pequeño cuerpo cálido y frágil latiendo junto al suyo. Al entrar a la habitación vio que su amiga había vuelto a dormirse extendida por completo sobre la cama, con las piernas juntas y un brazo sobre los ojos para protegerse de la luz que entraba libremente por las ventanas. En su cuerpo no había ningún signo de espera. Estaba allí simplemente, sobre la cama, bella y abierta, como una esbelta e indiferente figura que no guardase ningún secreto para sí y sin embargo tampoco ignorara en ningún momento el juego silencioso de sus miembros y el peso del cuerpo, que formaban su propia realidad, y fuese capaz de hacer que la desearan y de desearse a sí misma con un doble movimiento que desconoce su punto de partida. D se acercó a ella con el recogido cuerpo gris inmóvil en su regazo y después de mirarla un momento con la misma extraña emoción con que algunas veces la veía vestida entre la gente, dejó con mucho cuidado al gato sobre su cuerpo, muy cerca de los pechos, donde la pequeña figura gris se veía como un objeto apenas viviente, frágil y atemorizado, incapaz de ponerse en movimiento. Al sentir el peso del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D. Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta de nuevo, incapaz de moverse. D se rió de la sorpresa de ella y la amiga se rió con él.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó después, alzando la cabeza sin mover el cuerpo para ver al pequeño gato inmóvil a su lado todavía.

—En la escalera —dijo D.

—¡Pobrecito! —dijo ella.

Tomó al gato y volvió a ponerlo sobre su cuerpo desnudo, cerca de sus pechos, en el mismo lugar en el que D lo había dejado antes. Él se sentó en la cama y los dos se quedaron viendo al gato sobre el cuerpo de ella. Al cabo de un momento, la tímida figura gris sacó las patas de debajo de su cuerpo, estirándolas primero sobre la piel de ella e iniciando luego un inseguro intento de avanzar por el cuerpo para quedarse enseguida inmóvil otra vez, como si no quisiera arriesgarse a salir de él. Los ojos amarillos se convirtieron en dos estrechas rayas y después se cerraron por completo, D y su amiga volvieron a reírse divertidos, como si la actitud del gato resultara inesperada y sorprendente. Luego ella empezó a acariciarle el lomo con un movimiento suave y repetido y finalmente tomó el pequeño cuerpo gris con las dos manos y lo levantó manteniéndolo frente a su cara repitiendo una y otra vez “pobrecito, pobrecito, pobrecito”, mientras lo movía ligeramente de un lado a otro. El gato abrió un momento los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Con las patas colgando hacia abajo, libres de las manos que lo sostenían tomándolo por el cuerpo, parecía mucho más grande y había perdido algo de su fragilidad. Sus patas traseras empezaron a estirarse, como si quisieran apoyarse en el cuerpo de la amiga de D y ella dejó de moverlo y lo bajó lentamente, dejándolo con cuidado sobre sus pechos, donde una de las patas estiradas tocaba directamente el pezón. A su lado, D vio como el pezón se ponía duro y saliente, como cuando él la tocaba al hacer el amor. Estiró el brazo para tocarla también y junto con el pecho de ella su mano encontró el cuerpo del gato. Su amiga lo miró un instante, pero los ojos de uno y otro se apartaron enseguida. Después ella hizo a un lado al animal y se levantó de un brinco de la cama.


El gato, segunda parte



El resto de la mañana leyeron los periódicos y oyeron discos cambiando los comentarios casuales de siempre, pero entre los dos había una corriente secreta, perceptible sólo de vez en cuando y acallada sin necesidad de ningún acuerdo, distinta a la de todos los domingos anteriores. El gato se había quedado en la cama y cuando ella se extendía indolentemente sobre las sábanas, sin cubrirse, como lo hacía todos los domingos para que el sol tocara su cuerpo junto con el aire que entraba por la ventana abierta y la mirada de D pareciera sumarse a la de los muebles, acariciaba la pequeña figura de vez en cuando o la ponía sobre su cuerpo para ver cómo el gato, que al fin parecía haber recuperado la capacidad de moverse por su cuenta, avanzaba sobre ella, posando sus pies delicados sobre su vientre o sus pechos, o atravesaba de un lado a otro por encima de sus largas piernas, estiradas sobre la cama. Cuando D y su amiga entraron al baño, el gato se quedó todavía en la cama, adormecido entre las mantas revueltas que ella había echado hacia atrás con el pie; pero al salir lo encontraron parado en la sala, como si extrañase su presencia y estuviera buscándolos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —dijo la amiga, envuelta todavía en la toalla, haciendo a un lado su pelo castaño para mirar al gato con una mezcla de cariño y duda, como si hasta entonces advirtieran que a partir de la inocente broma inicial había estado todo el tiempo con ellos.

—Nada —dijo D con el mismo tono casual—. Dejarlo otra vez en el pasillo.

Y aunque el gato los siguió cuando entraron de nuevo a la habitación para vestirse, al salir D lo tomó en brazos y lo dejó descuidadamente en las escaleras, donde se quedó, inmóvil, pequeño y gris, mirándolos bajar.

Sin embargo, desde ese día, siempre que lo encontraban, silencioso, pequeño y gris, en la penumbra amarillenta manchada con huecos de sombra del pasillo, el hall o la escalera, la amiga lo tomaba en sus brazos y entraban al departamento con él. Ella lo dejaba en el piso mientras se desvestía y luego el gato se quedaba en el cuarto o recorría indiferente la sala, el desayunador o la cocina, para, después, subirse a la cama y acostarse sobre el cuerpo de ella, como si desde el primer día se hubiera acostumbrado a estar allí. D y su amiga lo miraban riéndose celebrando su manera de acomodarse en el cuerpo. De vez en cuando, ella lo acariciaba y él entrecerraba los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, pero la mayor parte del tiempo lo dejaba estar allí simplemente, escondiendo la cabeza entre sus pechos o estirando lentamente las patas sobre su vientre, como si no advirtiera su presencia, hasta que al volverse para abrazar a D el gato se interponía entre los dos y ella lo apartaba con la mano, poniéndolo a un lado en la cama. Cuando D esperaba a su amiga en el departamento, ella entraba siempre con el gato en los brazos y una noche que anunció que no lo había encontrado en ninguno de los sitios habituales, la pequeña figura gris apareció de pronto en la alcoba entrando por la puerta del clóset. Sin embargo, un día que ella quiso darle de comer, el gato se negó a probar bocado, a pesar de que ella intentó incluso tomarlo en sus brazos y acercar el plato a su boca. Desde la cama, D sintió una oscura necesidad de tocarla al verla sosteniendo la alargada figura del gato pegada contra su cuerpo y la llamó a su lado. Ahora, los domingos, la pequeña figura gris se había hecho indispensable junto al cuerpo de ella y la mirada de D registraba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también al gato como algo que les pertenecía a los dos sin ser de ninguno y comparaba las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba dormitando, desnuda y con él a su lado, al abrir los ojos después del sueño sentía también, como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de nuevo.

Poco después, D tuvo que quedarse en cama unos días atacado por una fiebre inesperada, y ella decidió arreglar sus asuntos para poder quedarse en el departamento cuidándolo. Atontado por la fiebre, sumergido en una especie de duermevela constante en la que la oscura conciencia de su cuerpo adolorido era molesta y agradable al mismo tiempo, D registraba de una manera casi instintiva los movimientos de su amiga en el departamento. Escuchaba sus pasos al entrar y salir de la habitación y creía verla inclinándose sobre él para comprobar si estaba dormido, la oía abrir y cerrar una y otra puerta sin poder situar el lugar en que se encontraba, percibía el sonido del agua corriendo en la cocina o el baño y todos esos rumores formaban un velo denso y continuo sobre el que el día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente, y a través de ese velo le parecía advertir hasta qué extremo estaban unidos y separados, como cada una de sus acciones la mostraban frente a él, aparte y secreta, y por esto mismo más suya en esa separación desde la que ella no sabía nada de él, como si cada uno de sus actos se situara en el extremo de una cuerda tensa y vibrante que él sostenía del otro lado y en cuyo centro no había más que un vacío imposible de llenar. Pero cuando D abría al fin por completo los ojos entre dos incontables espacios de sueño, podía ver también al gato siguiendo a su amiga en cada uno de sus movimientos, sin acercarse mucho a ella, siempre unos cuantos pasos atrás, como si tratara de pasar inadvertido, pero, al mismo tiempo, no pudiese dejarla sola. Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente. D volvía a quedarse dormido con una vaga, remota sensación de espera, que quizás no era parte más que de la misma fiebre, pero en cuyo espacio reaparecían una y otra vez, distantes e inalcanzables en unas ocasiones, inmediatas y perfectamente dibujadas en otras, invariables imágenes del cuerpo de su amiga. Luego, ese mismo cuerpo, concreto y tangible, se deslizaba a su lado en la cama y D lo recibía, sintiéndose en él, perdiéndose en él, más allá de la fiebre, al tiempo que advertía, a través de esas mismas sensaciones, cómo estaba siempre enfrente, inalcanzable aun en la más estrecha cercanía y por eso más deseable, y cómo ella buscaba de la misma manera el cuerpo de él, hasta que volvía a dejarlo solo en la cama y reiniciaba sus oscuros movimientos por el departamento, prolongando la unión por medio de la quebrada percepción de ellos que la fiebre le daba a D.

Durante esos largos instantes de acercamiento concreto, el gato desaparecía de la conciencia de D. Sin embargo, en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama. Sus manos habían tropezado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su amiga y ella había hecho de inmediato un movimiento encaminado a hacer más total el encuentro, pero éste no llegó a realizarse por completo y D olvidó que una presencia extraña se encontraba junto a ella. Había sido sólo un breve rayo de luz en medio de la laguna oscura de la fiebre. Unos cuantos días después ésta cedió tan inesperadamente como había empezado. D volvió a salir a la calle y estuvo otra vez con su amiga en medio de la gente. Nada parecía haber cambiado en ella. Su cuerpo vestido encerraba el mismo secreto que de pronto D deseaba develar ante todos; pero al acercarse el momento en que normalmente deberían irse al departamento ella empezó, a pesar suyo, sin que ni siquiera pareciera advertirlo conscientemente, a mostrar una clara inquietud y trató de retrasar la llegada, como si en el departamento le esperara una comprobación que no deseaba enfrentar. Cuando al fin, después de varias demoras inexplicables para D entraron al edificio, el gato no estaba en el hall, ni en el pasillo, ni en las escaleras y mientras avanzaban por ellos D pudo advertir que su amiga lo buscaba ansiosamente con la vista. Luego, en el departamento, D descubrió en el cuerpo de ella un largo y rojizo rasguño en la espalda. Estaban en la cama y al señalarle D el rasguño ella trató de mirarlo, anhelante, estirándose como si quisiera sentirlo fuera de su propio cuerpo. Después le pidió a D que pasara una y otra vez la punta de los dedos por el rasguño y en tanto ella se quedó inmóvil, tensa y a la expectativa, hasta que algo pareció romperse en su interior y con el aliento entrecortado le pidió a D que la tomara.

El gato no apareció tampoco los días siguientes y ni D ni su amiga hablaron más de él. En realidad, los dos creían haberlo olvidado. Como antes de que apareciera entre ellos la frágil y pequeña figura gris, su relación era más que suficiente para los dos. La mañana del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mínimas acciones cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra vez de posición sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún ocultamiento a las manos de D, buscando sin reparar en los periódicos y al no encontrar la esperada figura gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de ella y cerrando los ojos. D se acercó y empezó a acariciarla.

—Lo necesito. ¿Dónde esta?, tenemos que encontrarlo —susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato.

Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad.

—Quién sabe —dijo D imperceptiblemente, casi para sí, como si todas las palabras fueran inútiles mientras se ponía de pie para abrir—, quizás no es más que una parte de nosotros mismos.

Pero ella no era capaz de escucharlo, su cuerpo sólo esperaba la pequeña presencia gris, tenso y abierto


 Juan García Ponce nació el 22 de septiembre de 1932 y murió el 23 de diciembre del 2003. Fue un escritor, ensayista, crítico literario y de arte mexicano. Hermano del pintor Fernando García Ponce. 
Su narrativa se caracteriza por ambientes y personajes en los que destaca el erotismo.


jueves, 31 de julio de 2014

Cuello de gatito , segunda parte

—También cuando estoy sola.
—También cuando está sola. Ah.
—Entiéndame, quiero decir que.
—Está bien —dijo Lucho, bebiendo el café—. Está muy bueno, muy caliente. Lo que necesitábamos con un día así.
—Gracias —dijo ella simplemente, y Lucho la miró porque no había querido agradecerle nada, simplemente sentía la recompensa de ese momento de reposo, de que la barra hubiera cesado por fin.
—Y eso que no era malo ni desagradable —dijo Dina como si adivinara—. No me importa que no me crea, pero para mí no era malo ni desagradable, por primera vez.
—¿Por primera vez qué?
—Eso, que no fuera malo ni desagradable.
—¿Que se pusieran a...?
—Sí, que de nuevo se pusieran a, y que no fuera ni malo ni desagradable.
—¿Alguna vez la llevaron presa por eso? —preguntó Lucho, bajando la taza hasta el platillo con un movimiento lento y deliberado, guiando su mano para que la taza aterrizara exactamente en el centro del platillo. Contagioso, che.
—No, nunca, pero en cambio... Hay otras cosas. Ya le dije, los que piensan que es a propósito y también ellos empiezan, igual que usted. O se enfurecen, como las mujeres, y hay que bajarse en la primera estación o salir corriendo de la tienda o del café.
—No llores —dijo Lucho—. No vamos a ganar nada si te pones a llorar.
—No quiero llorar —dijo Dina—. Pero nunca había podido hablar con alguien así, después de... Nadie me cree, nadie puede creerme, usted mismo no me cree, solamente es bueno y no quiere hacerme daño.
—Ahora te creo —dijo Lucho—. Hasta hace dos minutos yo era como los otros. A lo mejor deberías reírte en vez de llorar.
—Ya ve —dijo Dina, cerrando los ojos—. Ya ve que es inútil. Tampoco usted, aunque lo diga, aunque lo crea. Es demasiado idiota.
—¿Te has hecho ver?
—Sí. Ya sabés, calmantes y cambio de aire. Unos cuantos días te engañás, pensás que...
—Sí —dijo Lucho, alcanzándole los cigarrillos—. Espera. Así. A ver qué hace.

La mano de Dina tomó el cigarrillo con el pulgar y el índice, y a la vez el anular y el meñique buscaron enroscarse en los dedos de Lucho que mantenía el brazo tendido, mirando fijamente. Libre del cigarrillo, sus cinco dedos bajaron hasta envolver la pequeña mano morena, la ciñeron apenas, empezando una lenta caricia que resbaló hasta dejarla libre, temblando en el aire; el cigarrillo cayó dentro de la taza. Bruscamente las manos subieron hasta la cara de Dina, doblada sobre la mesa, quebrándose en un hipo como de vómito.
—Por favor —dijo Lucho, levantando la taza—. Por favor, no. No llores así, es tan absurdo.
—No quiero llorar —dijo Dina—. No tendría que llorar, al contrario, pero ya ves.
—Toma, te va a hacer bien, está caliente; yo haré otro para mí, espera que lave la taza.
—No, déjame a mí.
Se levantaron al mismo tiempo, se encontraron al borde de la mesa. Lucho volvió a dejar la taza sucia sobre el mantel; las manos les colgaban lacias contra los cuerpos; solamente los labios se rozaron, Lucho mirándola de lleno y Dina con los ojos cerrados, las lágrimas.
—Tal vez —murmuró Lucho—, tal vez sea esto lo que tenemos que hacer, lo único que podemos hacer, y entonces.
—No, no, por favor —dijo Dina, inmóvil y sin abrir los ojos—. Vos no sabes lo que... No, mejor no, mejor no.

Lucho le había ceñido los hombros, la apretaba despacio contra él, la sentía respirar contra su boca, un aliento caliente con olor de café y de piel morena. La besó en plena boca, ahondando en ella, buscándole los dientes y la lengua; el cuerpo de Dina se aflojaba en sus brazos, cuarenta minutos antes su mano había acariciado la suya en la barra de un asiento de metro, cuarenta minutos antes un guante negro pequeñito sobre un guante marrón. La sentía resistir apenas, repetir la negativa en la que había habido como el principio de una prevención, pero todo cedía en ella, en los dos, ahora los dedos de Dina subían lentamente por la espalda de Lucho, su pelo le entraba en los ojos, su olor era un olor sin palabras ni prevenciones, la colcha azul contra sus cuerpos, los dedos obedientes buscando los cierres, dispersando ropas, cumpliendo las órdenes, las suyas y las de Dina contra la piel, entre los muslos, las manos como las bocas y las rodillas y ahora los vientres y las cinturas, un ruego murmurado, una presión resistida, un echarse atrás, un instantáneo movimiento para trasladar de la boca a los dedos y de los dedos a los sexos esa caliente espuma que lo allanaba todo, que en un mismo movimiento unía sus cuerpos y los lanzaba al juego. Cuando encendieron cigarrillos en la oscuridad (Lucho había querido apagar la lámpara y la lámpara había caído al suelo con un ruido de vidrios rotos, Dina se había enderezado como aterrada, negándose a la oscuridad, había hablado de encender por lo menos una vela y de bajar a comprar otra bombilla, pero él había vuelto a abrazarla en la sombra y ahora fumaban y se entreveían a cada aspiración del humo, y se besaban de nuevo), afuera llovía obstinadamente, la habitación recalentada los contenía desnudos y laxos, rozándose con manos y cinturas y cabellos se dejaban estar, se acariciaban interminablemente, se veían con un tacto repetido y húmedo, se olían en la sombra murmurando una dicha de monosílabos y diástoles. 

En algún momento las preguntas volverían, las ahuyentadas que la oscuridad guardaba en los rincones o debajo de la cama, pero cuando Lucho quiso saber, ella se le echó encima con su piel empapada y le calló la boca a besos, a blandos mordiscos, sólo mucho más tarde, con otros cigarrillos entre los dedos, le dijo que vivía sola, que nadie le duraba, que era inútil, que había que encender una luz, que del trabajo a su casa, que nunca la habían querido, que había esa enfermedad, todo como si no importara en el fondo o fuese demasiado importante para que las palabras sirvieran de algo, o quizá como si todo aquello no fuera a durar más allá de la noche y pudiera prescindir de explicaciones, algo apenas empezado en una barra de metro, algo en que sobre todo había que encender una luz.
—Hay una vela en alguna parte —había insistido monótonamente, rechazando sus caricias—. Ya es tarde para bajar a comprar una bombilla. Déjame buscarla, debe estar en algún cajón. Dame los fósforos.
—No la enciendas todavía —dijo Lucho—. Se está tan bien así, sin vernos.
—No quiero. Se está bien pero ya sabes, ya sabes. A veces.
—Por favor —dijo Lucho, tanteando en el suelo para encontrar los cigarrillos—, por un rato que nos habíamos olvidado... ¿Por qué volvés a empezar? Estábamos bien, así.
—Déjame buscar la vela —repitió Dina.

—Búscala, da lo mismo —dijo Lucho alcanzándole los fósforos. La llama flotó en el aire estancado de la pieza dibujando el cuerpo apenas menos negro que la oscuridad, un brillo de ojos y de uñas, otra vez tiniebla, frotar de otro fósforo, oscuridad, frotar de otro fósforo, movimiento brusco de la llama que se apagaba en el fondo de la pieza, una breve carrera como sofocada, el peso del cuerpo desnudo cayendo de través sobre el suyo, haciéndole daño contra las costillas, su jadeo. La abrazó estrechamente, besándola sin saber de qué o por qué tenía que calmarla, le murmuró palabras de alivio, la tendió contra él, bajo él, la poseyó dulcemente y casi sin deseo desde una larga fatiga, la entró y la remontó sintiéndola crisparse y ceder y abrirse y ahora, ahora, ya, ahora, así, ya, y la resaca devolviéndolos a un descanso boca arriba mirando la nada, oyendo latir la noche con una sangre de lluvia allí fuera, interminable gran vientre de la noche guardándolos de los miedos, de barras de metro y lámparas rotas y fósforos que la mano de Dina no había querido sostener, que había doblado hacia abajo para quemarse y quemarla, casi como un accidente porque en la oscuridad el espacio y las posiciones cambian y se es torpe como un niño pero después el segundo fósforo aplastado entre dos dedos, cangrejo rabioso quemándose con tal de destruir la luz, entonces Dina había tratado de encender un último fósforo con la otra mano y había sido peor, no podía ni decirlo a Lucho que la oía desde un miedo vago, un cigarrillo sucio. No te das cuenta que no quieren, es otra vez. Otra vez qué. Eso. Otra vez qué. No, nada, hay que encontrar la vela. Yo la buscaré, dame los fósforos. Se cayeron allá, en el rincón. Quédate quieta, espera. No, no vayas, por favor no vayas. Déjame, yo los encontraré. Vamos juntos, es mejor. No, déjame, yo los encontraré, decime dónde puede estar esa maldita vela. Por ahí, en la repisa, si encendieras un fósforo a lo mejor. No se verá nada, dejame ir. 

Rechazándola despacio, desanudándole las manos que le ceñían la cintura, levantándose poco a poco. El tirón en el sexo lo hizo gritar más de sorpresa que de dolor, buscó como un látigo el puño que lo ataba a Dina tendida de espaldas y gimiendo, le abrió los dedos y la rechazó violentamente. La oía llamarlo, pedirle que volviera, que no volvería a pasar, que era culpa de él por obstinarse. Orientándose hacia lo que creía el rincón se agachó junto a la cosa que podía ser la mesa y tanteó buscando los fósforos, le pareció encontrar uno pero era demasiado largo, quizá un escarbadientes, y la caja no estaba ahí, las palmas de las manos recorrían la vieja alfombra, de rodillas se arrastraba bajo la mesa; encontró un fósforo, después otro, pero no la caja; contra el piso parecía todavía más oscuro, olía a encierro y a tiempo. Sintió los garfios que le corrían por la espalda, subiendo hasta la nuca y el pelo, se enderezó de un salto rechazando a Dina que gritaba contra él y decía algo de la luz en el rellano de la escalera, abrir la puerta y la luz de la escalera, pero claro, cómo no habían pensado antes, dónde estaba la puerta, ahí al frente, no podía ser puesto que la mesa quedaba de lado, bajo la ventana, te digo que ahí, entonces andá vos que sabes, vamos los dos, no quiero quedarme sola ahora, soltame o te pego, no, no, te digo que me sueltes. El empellón lo dejó solo frente a un jadeo, algo que temblaba ahí al lado, muy cerca; estirando los brazos avanzó buscando una pared, imaginando la puerta; tocó algo caliente que lo evadió con un grito, su otra mano se cerró sobre la garganta de Dina como si apretara un guante o el cuello de un gatito negro, la quemazón le desgarró la mejilla y los labios, rozándole un ojo, se tiró hacia atrás para librarse de eso que seguía aferrando la garganta de Dina, cayó de espaldas en la alfombra, se arrastró de lado sabiendo lo que iba a ocurrir, un viento caliente sobre él, la maraña de uñas contra su vientre y sus costillas, te dije, te dije que no podía ser, que encendieras la vela, busca la puerta en seguida, la puerta. Arrastrándose lejos de la voz suspendida en algún punto del aire negro, en un hipo de asfixia que se repetía y repetía, dio con la pared, la recorrió enderezándose hasta sentir un marco, una cortina, el otro marco, la falleba; un aire helado se mezcló con la sangre que le llenaba los labios, tanteó buscando el botón de la luz, oyó detrás la carrera y el alarido de Dina, su golpe contra la puerta entornada, debía haberse dado con la hoja en la frente, en la nariz, la puerta cerrándose a sus espaldas justo cuando apretaba el botón de la luz. 

El vecino que espiaba desde la puerta de enfrente lo miró y con una exclamación ahogada se metió dentro y trancó la puerta, Lucho desnudo en el rellano lo maldijo y se pasó los dedos por la cara que le quemaba mientras todo el resto era el frío del rellano, los pasos que subían corriendo desde el primer piso, abrime, abrí en seguida, por Dios abrí, ya hay luz, abrí que ya hay luz. Adentro el silencio y como una espera, la vieja envuelta en la bata violeta mirando desde abajo, un chillido, desvergonzado, a esta hora, vicioso, la policía, todos son iguales, madame Roger, madame Roger! «No me va a abrir», pensó Lucho sentándose en el primer peldaño, sacándose la sangre de la boca y los ojos, «se ha desmayado con el golpe y está ahí en el suelo, no me va a abrir, siempre lo mismo, hace frío, hace frío». Empezó a golpear la puerta mientras escuchaba las voces en el departamento de enfrente, la carrera de la vieja que bajaba llamando a madame Roger, el inmueble que se despertaba en los pisos de abajo, preguntas y rumores, un momento de espera, desnudo y lleno de sangre, un loco furioso, madame Roger, abrime Dina, abrime, no importa que siempre haya sido así pero abríme, éramos otra cosa, Dina, hubiéramos podido encontrar juntos, por qué estás ahí en el suelo, qué te hice yo, por qué te golpeaste contra la puerta, madame Roger, si me abrieras encontraríamos la salida, ya viste antes, ya viste cómo todo iba tan bien, simplemente encender la luz y seguir buscando los dos, pero no querés abrirme, estás llorando, maullando como un gato lastimado, te oigo, te oigo, oigo a madame Roger, a la policía, y usted hijo de mil putas por qué me espía desde esa puerta, abríme, Dina, todavía podemos encontrar la vela, nos lavaremos, tengo frío, Dina, ahí vienen con una frazada, es típico, a un hombre desnudo se lo envuelve en una frazada, tendré que decirles que estás ahí tirada, que traigan otra frazada, que echen la puerta abajo, que te limpien la cara, que te cuiden y te protejan porque yo ya no estaré ahí, nos separarán enseguida, verás, nos bajarán separados y nos llevarán lejos uno de otro, qué mano buscarás, Dina, qué cara arañarás ahora mientras te llevan entre todos y madame Roger.


Cuello de gatito negro, primera parte

Julio Cortázar
extraido del libro de cuentos Octaedro publicado en 1974

Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón.

Pero esa tarde pasaba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resbalaban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro en la estación de la rue du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pegado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a estudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra metálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balanceo de tantos cuerpos apelmazados.

A Lucho le había parecido un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta, sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quieto. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Biafra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba en el bolsillo de la derecha y para sacarlo hubiera tenido que soltar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los virajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablando con ese tono de cobrador de impuestos.

Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó críticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo húmedo. 

El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que naturalmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos dedos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. 

La muchacha pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, también había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un poco más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena educación. 

Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguantada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta gente que se estaba bajando en la estación Falguière. 

El tirón del arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separados y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflojarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mirándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho, y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo entre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la sombra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves, sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.
—Es siempre así—dijo la muchacha—. No se puede con ellas.
—Ah —dijo Lucho, aceptando el juego pero preguntándose por qué no era divertido, por qué no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ningunarazón para imaginar que fuera otra cosa.
—No se puede hacer nada —repitió la chica—. No entienden o no quieren, vaya a saber, pero no se puede hacer nada contra.
Le estaba hablando al guante, mirando a Lucho sin verlo le estaba hablando al guantecito negro casi invisible bajo el gran guante marrón.
—A mí me pasa igual —dijo Lucho—. Son incorregibles, es cierto.
—No es lo mismo —dijo la chica.
—Oh, sí, usted vio.
—No vale la pena hablar —dijo ella, bajando la cabeza—. Discúlpeme, fue culpa mía.
Era el juego, claro, pero por qué no era divertido, por qué él no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ninguna razón para imaginar que fuera otra cosa.
—Digamos que fue culpa de ellas —dijo Lucho apartando su mano para marcar el plural, para denunciar a las culpables en la barra, las enguantadas silenciosas distantes quietas en la barra.
—Es diferente —dijo la chica—. A usted le parece lo mismo, pero es tan diferente.
—Bueno, siempre hay una que empieza.
—Sí, siempre hay una.
Era el juego, no había más que seguir las reglas sin imaginar que hubiera otra cosa, una especie de verdad o de desesperación. Por qué hacerse el tonto en vez de seguirle la corriente si le daba por ahí.
—Usted tiene razón —dijo Lucho—. Habría que hacer algo en contra, no dejarlas.
—No sirve de nada —dijo la chica.
—Es cierto, apenas uno se distrae, ya ve.
—Sí —dijo ella—. Aunque usted lo esté diciendo en broma.
—Oh no, hablo tan en serio como usted. Mírelas. El guante marrón jugaba a rozar el guantecito negro inmóvil, le pasaba un dedo por la cintura, lo soltaba, iba hasta el extremo de la barra y se quedaba mirándolo, esperando. La chica agachó aún más la cabeza y Lucho volvió a preguntarse por qué todo eso no era divertido ahora que no quedaba más que seguir jugando.
—Si fuera en serio —dijo la chica, pero no le hablaba a él, no le hablaba a nadie en el vagón casi vacío—. Si fuera en serio, entonces a lo mejor.
—Es en serio —dijo Lucho— y realmente no se puede hacer nada en contra.
Ahora ella lo miró de frente, como despertándose; el metro entraba en la estación Convention.
—La gente no puede comprender —dijo la chica—. Cuando es un hombre, claro, enseguida se imagina que...
Vulgar, desde luego, y además habría que apurarse porque sólo quedaban tres estaciones.
—Y peor todavía si es una mujer —estaba diciendo la chica—. Ya me ha pasado y eso que las vigilo desde que subo, todo el tiempo, pero ya ve.
—Por supuesto —aceptó Lucho—. Llega ese minuto en que uno se distrae, es tan natural, y entonces se aprovechan.
—No hable por usted —dijo la chica—. No es lo mismo. Perdóneme, yo tuve la culpa, me bajo en Corentin Celton.
—Claro que tuvo la culpa —se burló Lucho—. Yo tendría que haber bajado en Vaugirard y ya ve, me ha hecho pasar dos estaciones.

El viraje los tiró contra la puerta, las manos resbalaron hasta juntarse en el extremo de la barra. La chica seguía diciendo algo, disculpándose tontamente; Lucho sintió otra vez los dedos del guante negro que se trepaban a su mano, la ceñían. Cuando ella lo soltó bruscamente murmurando una despedida confusa, no quedaba más que una cosa por hacer, seguirla por el andén de la estación, ponerse a su lado y buscarle la mano como perdida boca abajo al término de la manga, balanceándose sin objeto.
—No —dijo la chica—. Por favor, no. Déjeme seguir sola.
—Por supuesto —dijo Lucho sin soltarle la mano—. Pero no me gusta que se vaya así, ahora. Si hubiéramos tenido más tiempo en el metro...
—¿Para qué? ¿De qué sirve tener más tiempo?
—A lo mejor hubiéramos terminado por encontrar algo, juntos. Algo contra, quiero decir.
—Pero usted no comprende —dijo ella—. Usted piensa que...
—Vaya a saber lo que pienso —dijo honradamente Lucho—. Vaya a saber si en el café de la esquina tienen buen café, y si hay un café en la esquina, porque este barrio no lo conozco casi.
—Hay un café —dijo ella— pero es malo.
—No me niegue que se ha sonreído.
—No lo niego, pero el café es malo.
—De todas maneras hay un café en la esquina.
—Sí —dijo ella, y esta vez le sonrió mirándolo—. Hay un café pero el café es malo, y usted cree que yo...
—Yo no creo nada—dijo él, y era malditamente cierto.
—Gracias —dijo increíblemente la chica. Respiraba como si la escalera la fatigara, y a Lucho le pareció que estaba temblando, pero otra vez el guante negro pequeñito colgante tibio inofensivo ausente, otra vez lo sentía vivir entre sus dedos, retorcerse, apretarse enroscarse bullir estar bien estar tibio estar contento acariciante negro guante pequeñito dedos dos tres cuatro cinco uno, dedos buscando dedos y guante en guante, negro en marrón, dedo entre dedo, uno entre uno y tres, dos entre dos y cuatro. 

Eso sucedía, se balanceaba ahí cerca de sus rodillas, no se podía hacer nada, era agradable y no se podía hacer nada o era desagradable pero lo mismo no se podía hacer nada, eso ocurría ahí y no era Lucho quien estaba jugando con la mano que metía sus dedos entre los suyos y se enroscaba y bullía, y tampoco de alguna manera la chica que jadeaba al llegar a lo alto de la escalera y alzaba la cara contra la llovizna como si quisiera lavársela del aire estancado y caliente de las galerías del metro.
—Vivo ahí —dijo la chica, mostrando una ventana alta entre tantas ventanas de tantos altos inmuebles iguales en la acera opuesta—. Podríamos hacer un nescafé, es mejor que ir a un bar, yo creo.
—Oh sí —dijo Lucho, y ahora eran sus dedos los que se iban cerrando lentamente sobre el guante como quien aprieta el cuello de un gatito negro. La pieza era bastante grande y muy caliente, con una azalea y una lámpara de pie y discos de Nina Simone y una cama revuelta que la chica avergonzadamente y disculpándose rehizo a tirones. Lucho la ayudó a poner tazas y cucharas en la mesa cerca de la ventana, hicieron un nescafé fuerte y azucarado, ella se llamaba Dina y él Lucho. 

Contenta, como aliviada, Dina hablaba de la Martinica, de Nina Simone, por momentos daba una impresión de apenas núbil dentro de ese vestido liso color lacre, la minifalda le quedaba bien, trabajaba en una notaría, las fracturas de tobillo eran penosas pero esquiar en febrero en la Haute Savoie, ah. Dos veces se había quedado mirándolo, había empezado a decir algo con el tono de la barra en el metro, pero Lucho había bromeado, ya decidido a basta, a otra cosa, inútil insistir y al mismo tiempo admitiendo que Dina sufría, que a lo mejor le hacía daño renunciar tan pronto a la comedia como si eso tuviera ahora la menor importancia. Y a la tercera vez, cuando Dina se había inclinado para echar el agua caliente en su taza, murmurando de nuevo que no era culpa suya, que solamente de a ratos le pasaba, que ya veía él como todo era diferente ahora, el agua y la cucharita, la obediencia de cada gesto, entonces Lucho había comprendido pero vaya a saber qué, de golpe había comprendido y era diferente, era del otro lado, la barra valía, el juego no había sido un juego, las fracturas de tobillo y el esquí podían irse al diablo ahora que Dina hablaba de nuevo sin que él la interrumpiera o la desviara, dejándola, sintiéndola, casi esperándola, creyendo porque era absurdo, a menos que sólo fuera porque Dina con su carita triste, sus menudos senos que desmentían el trópico, sencillamente porque Dina. A lo mejor habría que encerrarme, había dicho Dina sin exageración, en cualquier momento ocurre, usted es usted, pero otras veces. Otras veces qué. Otras veces insultos, manotazos a las nalgas, acostarse enseguida, nena, para qué perder tiempo.
Pero entonces. Entonces qué. Pero entonces, Dina.
—Yo pensé que había comprendido —dijo Dina, hosca—. Cuando le digo que a lo mejor habría que encerrarme.
—Tonterías. Pero yo, al principio...
—Ya sé. Cómo no le iba a ocurrir al principio. Justamente es eso, al principio cualquiera se equivoca, es tan lógico. Tan lógico, tan lógico. Y encerrarme también sería lógico.
—No, Dina.
—Pero sí, carajo. Perdóneme. Pero sí. Sería mejor que lo otro, que tantas veces. Ninfo no sé cuánto. Putita, tortillera. Sería bastante mejor al fin y al cabo. O cortármelas yo misma con el hacha de picar carne. Pero no tengo una hacha —dijo Dina sonriéndole como para que la perdonara una vez más, tan absurda reclinada en el sillón, resbalando cansada, perdida, con la minifalda cada vez más arriba, olvidada de sí misma, mirándolas solamente tomar una taza, echar el nescafé, obedientes hipócritas hacendosas tortilleras putitas ninfo no sé cuánto.
—No diga tonterías —repitió Lucho, perdido en algo que jugaba a cualquier cosa ahora, a deseo, a desconfianza, a protección—. Ya sé que no es normal, habría que encontrar las causas, habría que. De todas maneras para qué ir tan lejos. El encierro o el hacha, quiero decir.
—Quién sabe —dijo ella—. A lo mejor habría que ir muy lejos, hasta el final. A lo mejor sería la única manera de salir.
—¿Qué quiere decir lejos? —preguntó Lucho, cansado—. ¿Y cuál es el final?
—No sé, no sé nada. Tengo solamente miedo. Yo también me impacientaría si otro me hablara así, pero hay días en que. Sí, días. Y noches.
—Ah —dijo Lucho acercando el fósforo al cigarrillo—. Porque también de noche, claro.
—Sí.
—Pero no cuando está sola.


martes, 22 de julio de 2014

Oda al gato

Pablo Neruda

Es una composición poética escrita por el poeta chileno, que aparece en su obra Navegaciones y regresos, publicada 1959.


Los animales fueron 
imperfectos, 
largos de cola, tristes 
de cabeza.
Poco a poco se fueron 
componiendo, 
haciéndose paisaje, 
adquiriendo lunares, gracia, vuelo. 
El gato,
sólo el gato 
apareció completo 
y orgulloso:
nació completamente terminado, 
camina solo y sabe lo que quiere.

El hombre quiere ser pescado y pájaro, 
la serpiente quisiera tener alas, 
el perro es un león desorientado, 
el ingeniero quiere ser poeta, 
la mosca estudia para golondrina, 
el poeta trata de imitar la mosca, 
pero el gato
quiere ser sólo gato 
y todo gato es gato 
desde bigote a cola, 
desde presentimiento a rata viva, 
desde la noche hasta sus ojos de oro.

No hay unidad 
como él, 
no tienen 
la luna ni la flor 
tal contextura:
es una sola cosa 
como el sol o el topacio, 
y la elástica línea en su contorno 
firme y sutil es como 
la línea de la proa de una nave. 
Sus ojos amarillos 
dejaron una sola 
ranura
para echar las monedas de la noche.

Oh pequeño 
emperador sin orbe, 
conquistador sin patria, 
mínimo tigre de salón, nupcial 
sultán del cielo 
de las tejas eróticas, 
el viento del amor
en la intemperie 
reclamas 
cuando pasas 
y posas 
cuatro pies delicados 
en el suelo, 
oliendo, 
desconfiando
de todo lo terrestre, 
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.

Oh fiera independiente 
de la casa, arrogante 
vestigio de la noche, 
perezoso, gimnástico 
y ajeno, 
profundísimo gato, 
policía secreta 
de las habitaciones, 
insignia
de un 
desaparecido terciopelo, 
seguramente no hay 
enigma 
en tu manera, 
tal vez no eres misterio, 
todo el mundo te sabe y perteneces 
al habitante menos misterioso, 
tal vez todos lo creen, 
todos se creen dueños, 
propietarios, tíos 
de gatos, compañeros, 
colegas, 
discípulos o amigos 
de su gato.

Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago, 
el mar y la ciudad incalculable, 
la botánica, 
el gineceo con sus extravíos, 
el por y el menos de la matemática, 
los embudos volcánicos del mundo, 
la cáscara irreal del cocodrilo, 
la bondad ignorada del bombero, 
el atavismo azul del sacerdote, 
pero no puedo descifrar un gato. 
Mi razón resbaló en su indiferencia, 
sus ojos tienen números de oro.