jueves, 7 de agosto de 2014

El gato, segunda parte



El resto de la mañana leyeron los periódicos y oyeron discos cambiando los comentarios casuales de siempre, pero entre los dos había una corriente secreta, perceptible sólo de vez en cuando y acallada sin necesidad de ningún acuerdo, distinta a la de todos los domingos anteriores. El gato se había quedado en la cama y cuando ella se extendía indolentemente sobre las sábanas, sin cubrirse, como lo hacía todos los domingos para que el sol tocara su cuerpo junto con el aire que entraba por la ventana abierta y la mirada de D pareciera sumarse a la de los muebles, acariciaba la pequeña figura de vez en cuando o la ponía sobre su cuerpo para ver cómo el gato, que al fin parecía haber recuperado la capacidad de moverse por su cuenta, avanzaba sobre ella, posando sus pies delicados sobre su vientre o sus pechos, o atravesaba de un lado a otro por encima de sus largas piernas, estiradas sobre la cama. Cuando D y su amiga entraron al baño, el gato se quedó todavía en la cama, adormecido entre las mantas revueltas que ella había echado hacia atrás con el pie; pero al salir lo encontraron parado en la sala, como si extrañase su presencia y estuviera buscándolos.

—¿Qué vamos a hacer con él? —dijo la amiga, envuelta todavía en la toalla, haciendo a un lado su pelo castaño para mirar al gato con una mezcla de cariño y duda, como si hasta entonces advirtieran que a partir de la inocente broma inicial había estado todo el tiempo con ellos.

—Nada —dijo D con el mismo tono casual—. Dejarlo otra vez en el pasillo.

Y aunque el gato los siguió cuando entraron de nuevo a la habitación para vestirse, al salir D lo tomó en brazos y lo dejó descuidadamente en las escaleras, donde se quedó, inmóvil, pequeño y gris, mirándolos bajar.

Sin embargo, desde ese día, siempre que lo encontraban, silencioso, pequeño y gris, en la penumbra amarillenta manchada con huecos de sombra del pasillo, el hall o la escalera, la amiga lo tomaba en sus brazos y entraban al departamento con él. Ella lo dejaba en el piso mientras se desvestía y luego el gato se quedaba en el cuarto o recorría indiferente la sala, el desayunador o la cocina, para, después, subirse a la cama y acostarse sobre el cuerpo de ella, como si desde el primer día se hubiera acostumbrado a estar allí. D y su amiga lo miraban riéndose celebrando su manera de acomodarse en el cuerpo. De vez en cuando, ella lo acariciaba y él entrecerraba los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, pero la mayor parte del tiempo lo dejaba estar allí simplemente, escondiendo la cabeza entre sus pechos o estirando lentamente las patas sobre su vientre, como si no advirtiera su presencia, hasta que al volverse para abrazar a D el gato se interponía entre los dos y ella lo apartaba con la mano, poniéndolo a un lado en la cama. Cuando D esperaba a su amiga en el departamento, ella entraba siempre con el gato en los brazos y una noche que anunció que no lo había encontrado en ninguno de los sitios habituales, la pequeña figura gris apareció de pronto en la alcoba entrando por la puerta del clóset. Sin embargo, un día que ella quiso darle de comer, el gato se negó a probar bocado, a pesar de que ella intentó incluso tomarlo en sus brazos y acercar el plato a su boca. Desde la cama, D sintió una oscura necesidad de tocarla al verla sosteniendo la alargada figura del gato pegada contra su cuerpo y la llamó a su lado. Ahora, los domingos, la pequeña figura gris se había hecho indispensable junto al cuerpo de ella y la mirada de D registraba vigilante el lugar en que se encontraba buscando al mismo tiempo las reacciones de ella ante su presencia. Por su parte, ella había aceptado también al gato como algo que les pertenecía a los dos sin ser de ninguno y comparaba las reacciones de su cuerpo ante él con las que le producía el contacto con las manos de D. Ya nunca lo acariciaba, sino que esperaba sus caricias y cuando se quedaba dormitando, desnuda y con él a su lado, al abrir los ojos después del sueño sentía también, como algo físico, cubriéndola por completo, la mirada fija de los entrecerrados ojos amarillos sobre su cuerpo y entonces necesitaba sentir a D junto a ella de nuevo.

Poco después, D tuvo que quedarse en cama unos días atacado por una fiebre inesperada, y ella decidió arreglar sus asuntos para poder quedarse en el departamento cuidándolo. Atontado por la fiebre, sumergido en una especie de duermevela constante en la que la oscura conciencia de su cuerpo adolorido era molesta y agradable al mismo tiempo, D registraba de una manera casi instintiva los movimientos de su amiga en el departamento. Escuchaba sus pasos al entrar y salir de la habitación y creía verla inclinándose sobre él para comprobar si estaba dormido, la oía abrir y cerrar una y otra puerta sin poder situar el lugar en que se encontraba, percibía el sonido del agua corriendo en la cocina o el baño y todos esos rumores formaban un velo denso y continuo sobre el que el día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente, y a través de ese velo le parecía advertir hasta qué extremo estaban unidos y separados, como cada una de sus acciones la mostraban frente a él, aparte y secreta, y por esto mismo más suya en esa separación desde la que ella no sabía nada de él, como si cada uno de sus actos se situara en el extremo de una cuerda tensa y vibrante que él sostenía del otro lado y en cuyo centro no había más que un vacío imposible de llenar. Pero cuando D abría al fin por completo los ojos entre dos incontables espacios de sueño, podía ver también al gato siguiendo a su amiga en cada uno de sus movimientos, sin acercarse mucho a ella, siempre unos cuantos pasos atrás, como si tratara de pasar inadvertido, pero, al mismo tiempo, no pudiese dejarla sola. Y entonces era el gato, la presencia del gato, la que llenaba ese vacío que parecía abrirse inevitable entre los dos. De algún modo, él los unía definitivamente. D volvía a quedarse dormido con una vaga, remota sensación de espera, que quizás no era parte más que de la misma fiebre, pero en cuyo espacio reaparecían una y otra vez, distantes e inalcanzables en unas ocasiones, inmediatas y perfectamente dibujadas en otras, invariables imágenes del cuerpo de su amiga. Luego, ese mismo cuerpo, concreto y tangible, se deslizaba a su lado en la cama y D lo recibía, sintiéndose en él, perdiéndose en él, más allá de la fiebre, al tiempo que advertía, a través de esas mismas sensaciones, cómo estaba siempre enfrente, inalcanzable aun en la más estrecha cercanía y por eso más deseable, y cómo ella buscaba de la misma manera el cuerpo de él, hasta que volvía a dejarlo solo en la cama y reiniciaba sus oscuros movimientos por el departamento, prolongando la unión por medio de la quebrada percepción de ellos que la fiebre le daba a D.

Durante esos largos instantes de acercamiento concreto, el gato desaparecía de la conciencia de D. Sin embargo, en una ocasión se dio cuenta de que él estaba también con ellos en la cama. Sus manos habían tropezado con la pequeña figura gris al recorrer el cuerpo de su amiga y ella había hecho de inmediato un movimiento encaminado a hacer más total el encuentro, pero éste no llegó a realizarse por completo y D olvidó que una presencia extraña se encontraba junto a ella. Había sido sólo un breve rayo de luz en medio de la laguna oscura de la fiebre. Unos cuantos días después ésta cedió tan inesperadamente como había empezado. D volvió a salir a la calle y estuvo otra vez con su amiga en medio de la gente. Nada parecía haber cambiado en ella. Su cuerpo vestido encerraba el mismo secreto que de pronto D deseaba develar ante todos; pero al acercarse el momento en que normalmente deberían irse al departamento ella empezó, a pesar suyo, sin que ni siquiera pareciera advertirlo conscientemente, a mostrar una clara inquietud y trató de retrasar la llegada, como si en el departamento le esperara una comprobación que no deseaba enfrentar. Cuando al fin, después de varias demoras inexplicables para D entraron al edificio, el gato no estaba en el hall, ni en el pasillo, ni en las escaleras y mientras avanzaban por ellos D pudo advertir que su amiga lo buscaba ansiosamente con la vista. Luego, en el departamento, D descubrió en el cuerpo de ella un largo y rojizo rasguño en la espalda. Estaban en la cama y al señalarle D el rasguño ella trató de mirarlo, anhelante, estirándose como si quisiera sentirlo fuera de su propio cuerpo. Después le pidió a D que pasara una y otra vez la punta de los dedos por el rasguño y en tanto ella se quedó inmóvil, tensa y a la expectativa, hasta que algo pareció romperse en su interior y con el aliento entrecortado le pidió a D que la tomara.

El gato no apareció tampoco los días siguientes y ni D ni su amiga hablaron más de él. En realidad, los dos creían haberlo olvidado. Como antes de que apareciera entre ellos la frágil y pequeña figura gris, su relación era más que suficiente para los dos. La mañana del domingo, como siempre, ella se quedó largamente extendida sobre la cama, abierta y desnuda, mostrando su cuerpo indolente mientras D se distraía en las mínimas acciones cotidianas; pero ahora ella era incapaz de dormitar. Oculta tras su indolencia y ajena por completo a su voluntad, apareció cada vez más firme una clara actitud de espera, que ella trataba de ignorar, pero que la obligaba a cambiar una y otra vez de posición sin encontrar reposo. Finalmente, al regresar de la calle con los periódicos, D la encontró esperándolo con el cuerpo separado de la cama, apoyándose en ella con el codo. Su mirada se dirigió sin ningún ocultamiento a las manos de D, buscando sin reparar en los periódicos y al no encontrar la esperada figura gris se dejó caer hacia atrás en la cama, dejando colgar la cabeza casi fuera de ella y cerrando los ojos. D se acercó y empezó a acariciarla.

—Lo necesito. ¿Dónde esta?, tenemos que encontrarlo —susurró ella sin abrir los ojos, aceptando las caricias de D y reaccionando ante ellas con mayor intensidad que nunca, como si estuvieran unidas a su necesidad y pudieran provocar la aparición del gato.

Entonces, los dos escucharon los largos maullidos lastimeros junto a la puerta con una súbita y arrebatada felicidad.

—Quién sabe —dijo D imperceptiblemente, casi para sí, como si todas las palabras fueran inútiles mientras se ponía de pie para abrir—, quizás no es más que una parte de nosotros mismos.

Pero ella no era capaz de escucharlo, su cuerpo sólo esperaba la pequeña presencia gris, tenso y abierto


 Juan García Ponce nació el 22 de septiembre de 1932 y murió el 23 de diciembre del 2003. Fue un escritor, ensayista, crítico literario y de arte mexicano. Hermano del pintor Fernando García Ponce. 
Su narrativa se caracteriza por ambientes y personajes en los que destaca el erotismo.


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