jueves, 21 de agosto de 2014

El gato en el hambre

Cuento extraido del libro La muerte tiene permiso de Edmundo Valadés publicado en 1955

-¿Conseguiste algo?
Había una angustiosa esperanza en su voz y en sus ojos.
Siempre que nada había obtenido, como ahora, percibía que la cara de él estaba más enjuta, chupada por los ayunos. Se sentía terriblemente infeliz, dolorosamente responsable de que su padre tuviera que quedarse sin comer.
Entraban en silencio. Con el acido silencio de la derrota.
En las dos piezas las gallinas alborotaban, ensuciando los pisos –mal teñidos con congó amarillo- y dejando un olor desagradable. Ella hubiera muerto si alguien las hubiera tocado. Antes se quedaban todos sin comer que faltar el maíz para los animales. Y cuando llegaban a poner un huevo, justificaba con eso defenderlas del hambre de ellos.
-¿Qué, trajiste pa los frijoles?
Así empezaba, para ir in crescendo, hasta el insulto.
Estaba enferma de los nervios. Las más hirientes ofensas salían de su boca destinadas al viejo. Tal vez el odio de ella era en esos instantes más grandes que el suyo.
Oía los insultos y los gritos como lanzados a su propia carne. Hasta que reventaba.
-Cállese, parece usted loca.

E igual que otras, en ese momento ella presa del ataque. Se convulsionaba hasta caer al suelo los ojos extraviados, con espuma en los labios.
Entre los dos la levantaban y la ponían sobre la cama. Sin hacer un comentario. Si acaso el padre, preocupado, lo urgía: 
-¿No habrá alcohol?
Al atardecer a la luz de las velas –habían cortado la instalación eléctrica una vez más-, todo era inmensamente triste y feo. Tan triste y feo que ni siquiera daban ganas de llorar ante la desolación incrustada allí, en unos cuantos metros del corazón de la ciudad.

El padre, abrumado, se concentraba en el chato. Era un gato blanco, de sorprendidos y llorosos ojos, siempre sucio. Parecía perro de humilde. Recibía al padre brincándole sobre el hombro, para quedarse allí como dueño del único sitio amable de la casa.
El padre ponderando con su orgullosa sonrisa la inteligencia del gato, decía: 
-Ninguno es capaz de hacer esto.
Eran amigos. 
El padre lo acariciaba y le decía palabras paternales. Horas y horas el chato ronroneaba trepado sobre el hombro, calentando la isla en que se instalaba el viejo, al sentarse en su silla, sin responder al habla incansable de su mujer, con sus inacabables quejas, echándole en cara que “no hubiera hombres en casa”.
Ambos el viejo y el gato, parecían no oír el desagradable estribillo. En todo caso, el animal saltaba del hombro y se acomodaba en las piernas del viejo, que le acariciaba el lomo, una y otra vez, como acariciando sobre su hirsuto y pegajoso pelo una única y tersa esperanza.

Otro día, él y su padre salían juntos. El viejo daría una vuelta para ver al conocido que le había ofrecido buscarle empleo en una oficina pública y luego haría tiempo caminando por las abigarras calles de La Merced, esperándolo al fin cerca de la vivienda. A mediodía, estaría en la puerta con la misma angustia.
-¿Conseguiste algo?

Él era joven y esa vez había obtenido diez pesos. No resistió buscarse una mujer. Como otras ocasiones tuvo remordimientos. Con los diez pesos podrían comer toda una semana. Pero también esa hambre era poderosa y apremiante.
Casi la primera de las que se ofrecían. Lo sedujo por la profunda ternura de su voz:
-Ven güerito, te haré cositas bonitas.
La arreglo por dos pesos y pagó tres por el cuarto del hotel. Hubiera querido prolongar el rato. Pero después ella demostró que también tenía hambre y no le interesaba más que irse pronto, con sus dos pesos.
A los tres días le apareció la enfermedad, cuando se había acabado ya el dinero. Fue una sensación como si estuviera perdido para siempre y ya jamás pudiera resolver ya absolutamente nada. Como si acabara de entrar en una vida peor que la de la miseria, que ahora parecía haber sido más soportable.
Hubiera querido quedarse allí en la cama, escondiendo su vergüenza y su desgracia. Pensando en todos los años y en todos los días anteriores a ese momento de la asquerosa revelación que ahora eran días y años luminosos. 
Allí estaba el Chato, humilde, con sus grandes ojos llorosos que parecían comprenderlo todo.
Sintió deseos de molestarlo.
Con el palo de una escoba empezó a perseguirlo, hostigándolo. El gato sorprendido se escabulló, hasta huir aterrorizado, ganando la azotea.
No regreso.
Los días pasaron sin que el padre profiriera palabra. Solo, ahora en su incompleta isla, extrañando el cordial ronroneo de su amigo, se sumió en hosco ensimismamiento.

Un día al fin consiguió un empleo. Cuando se acerco a la vivienda y vio a su padre que lo esperaba, le sonrió desde lejos, queriendo animarlo.
-Mira papá conseguí trabajo. Ganare veinticinco pesos a la semana y me han dado un anticipo. Ya no nos faltará qué comer y podremos pagar la renta.
El viejo se quedó serio, triste, con una abrumadora indiferencia hacia tan buenas noticias.
-Pobrecito del Chato se ha perdido para siempre.

Comprendió que le había quitado a su padre lo que le daba fuerzas todos esos días miserables.
Que lo había dejado solo.
Tan solo, de pie ahí en la puerta del barrio, como si todo lo demás le fuera extraño, vacío, y la vida se hubiera caído hecha mil pedazos que jamás podría reconstruirse.










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