jueves, 31 de julio de 2014

Cuello de gatito negro, primera parte

Julio Cortázar
extraido del libro de cuentos Octaedro publicado en 1974

Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón.

Pero esa tarde pasaba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resbalaban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro en la estación de la rue du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pegado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a estudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra metálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balanceo de tantos cuerpos apelmazados.

A Lucho le había parecido un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta, sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quieto. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Biafra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba en el bolsillo de la derecha y para sacarlo hubiera tenido que soltar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los virajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablando con ese tono de cobrador de impuestos.

Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó críticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo húmedo. 

El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que naturalmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos dedos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. 

La muchacha pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, también había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un poco más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena educación. 

Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguantada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta gente que se estaba bajando en la estación Falguière. 

El tirón del arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separados y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflojarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mirándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho, y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo entre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la sombra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves, sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.
—Es siempre así—dijo la muchacha—. No se puede con ellas.
—Ah —dijo Lucho, aceptando el juego pero preguntándose por qué no era divertido, por qué no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ningunarazón para imaginar que fuera otra cosa.
—No se puede hacer nada —repitió la chica—. No entienden o no quieren, vaya a saber, pero no se puede hacer nada contra.
Le estaba hablando al guante, mirando a Lucho sin verlo le estaba hablando al guantecito negro casi invisible bajo el gran guante marrón.
—A mí me pasa igual —dijo Lucho—. Son incorregibles, es cierto.
—No es lo mismo —dijo la chica.
—Oh, sí, usted vio.
—No vale la pena hablar —dijo ella, bajando la cabeza—. Discúlpeme, fue culpa mía.
Era el juego, claro, pero por qué no era divertido, por qué él no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ninguna razón para imaginar que fuera otra cosa.
—Digamos que fue culpa de ellas —dijo Lucho apartando su mano para marcar el plural, para denunciar a las culpables en la barra, las enguantadas silenciosas distantes quietas en la barra.
—Es diferente —dijo la chica—. A usted le parece lo mismo, pero es tan diferente.
—Bueno, siempre hay una que empieza.
—Sí, siempre hay una.
Era el juego, no había más que seguir las reglas sin imaginar que hubiera otra cosa, una especie de verdad o de desesperación. Por qué hacerse el tonto en vez de seguirle la corriente si le daba por ahí.
—Usted tiene razón —dijo Lucho—. Habría que hacer algo en contra, no dejarlas.
—No sirve de nada —dijo la chica.
—Es cierto, apenas uno se distrae, ya ve.
—Sí —dijo ella—. Aunque usted lo esté diciendo en broma.
—Oh no, hablo tan en serio como usted. Mírelas. El guante marrón jugaba a rozar el guantecito negro inmóvil, le pasaba un dedo por la cintura, lo soltaba, iba hasta el extremo de la barra y se quedaba mirándolo, esperando. La chica agachó aún más la cabeza y Lucho volvió a preguntarse por qué todo eso no era divertido ahora que no quedaba más que seguir jugando.
—Si fuera en serio —dijo la chica, pero no le hablaba a él, no le hablaba a nadie en el vagón casi vacío—. Si fuera en serio, entonces a lo mejor.
—Es en serio —dijo Lucho— y realmente no se puede hacer nada en contra.
Ahora ella lo miró de frente, como despertándose; el metro entraba en la estación Convention.
—La gente no puede comprender —dijo la chica—. Cuando es un hombre, claro, enseguida se imagina que...
Vulgar, desde luego, y además habría que apurarse porque sólo quedaban tres estaciones.
—Y peor todavía si es una mujer —estaba diciendo la chica—. Ya me ha pasado y eso que las vigilo desde que subo, todo el tiempo, pero ya ve.
—Por supuesto —aceptó Lucho—. Llega ese minuto en que uno se distrae, es tan natural, y entonces se aprovechan.
—No hable por usted —dijo la chica—. No es lo mismo. Perdóneme, yo tuve la culpa, me bajo en Corentin Celton.
—Claro que tuvo la culpa —se burló Lucho—. Yo tendría que haber bajado en Vaugirard y ya ve, me ha hecho pasar dos estaciones.

El viraje los tiró contra la puerta, las manos resbalaron hasta juntarse en el extremo de la barra. La chica seguía diciendo algo, disculpándose tontamente; Lucho sintió otra vez los dedos del guante negro que se trepaban a su mano, la ceñían. Cuando ella lo soltó bruscamente murmurando una despedida confusa, no quedaba más que una cosa por hacer, seguirla por el andén de la estación, ponerse a su lado y buscarle la mano como perdida boca abajo al término de la manga, balanceándose sin objeto.
—No —dijo la chica—. Por favor, no. Déjeme seguir sola.
—Por supuesto —dijo Lucho sin soltarle la mano—. Pero no me gusta que se vaya así, ahora. Si hubiéramos tenido más tiempo en el metro...
—¿Para qué? ¿De qué sirve tener más tiempo?
—A lo mejor hubiéramos terminado por encontrar algo, juntos. Algo contra, quiero decir.
—Pero usted no comprende —dijo ella—. Usted piensa que...
—Vaya a saber lo que pienso —dijo honradamente Lucho—. Vaya a saber si en el café de la esquina tienen buen café, y si hay un café en la esquina, porque este barrio no lo conozco casi.
—Hay un café —dijo ella— pero es malo.
—No me niegue que se ha sonreído.
—No lo niego, pero el café es malo.
—De todas maneras hay un café en la esquina.
—Sí —dijo ella, y esta vez le sonrió mirándolo—. Hay un café pero el café es malo, y usted cree que yo...
—Yo no creo nada—dijo él, y era malditamente cierto.
—Gracias —dijo increíblemente la chica. Respiraba como si la escalera la fatigara, y a Lucho le pareció que estaba temblando, pero otra vez el guante negro pequeñito colgante tibio inofensivo ausente, otra vez lo sentía vivir entre sus dedos, retorcerse, apretarse enroscarse bullir estar bien estar tibio estar contento acariciante negro guante pequeñito dedos dos tres cuatro cinco uno, dedos buscando dedos y guante en guante, negro en marrón, dedo entre dedo, uno entre uno y tres, dos entre dos y cuatro. 

Eso sucedía, se balanceaba ahí cerca de sus rodillas, no se podía hacer nada, era agradable y no se podía hacer nada o era desagradable pero lo mismo no se podía hacer nada, eso ocurría ahí y no era Lucho quien estaba jugando con la mano que metía sus dedos entre los suyos y se enroscaba y bullía, y tampoco de alguna manera la chica que jadeaba al llegar a lo alto de la escalera y alzaba la cara contra la llovizna como si quisiera lavársela del aire estancado y caliente de las galerías del metro.
—Vivo ahí —dijo la chica, mostrando una ventana alta entre tantas ventanas de tantos altos inmuebles iguales en la acera opuesta—. Podríamos hacer un nescafé, es mejor que ir a un bar, yo creo.
—Oh sí —dijo Lucho, y ahora eran sus dedos los que se iban cerrando lentamente sobre el guante como quien aprieta el cuello de un gatito negro. La pieza era bastante grande y muy caliente, con una azalea y una lámpara de pie y discos de Nina Simone y una cama revuelta que la chica avergonzadamente y disculpándose rehizo a tirones. Lucho la ayudó a poner tazas y cucharas en la mesa cerca de la ventana, hicieron un nescafé fuerte y azucarado, ella se llamaba Dina y él Lucho. 

Contenta, como aliviada, Dina hablaba de la Martinica, de Nina Simone, por momentos daba una impresión de apenas núbil dentro de ese vestido liso color lacre, la minifalda le quedaba bien, trabajaba en una notaría, las fracturas de tobillo eran penosas pero esquiar en febrero en la Haute Savoie, ah. Dos veces se había quedado mirándolo, había empezado a decir algo con el tono de la barra en el metro, pero Lucho había bromeado, ya decidido a basta, a otra cosa, inútil insistir y al mismo tiempo admitiendo que Dina sufría, que a lo mejor le hacía daño renunciar tan pronto a la comedia como si eso tuviera ahora la menor importancia. Y a la tercera vez, cuando Dina se había inclinado para echar el agua caliente en su taza, murmurando de nuevo que no era culpa suya, que solamente de a ratos le pasaba, que ya veía él como todo era diferente ahora, el agua y la cucharita, la obediencia de cada gesto, entonces Lucho había comprendido pero vaya a saber qué, de golpe había comprendido y era diferente, era del otro lado, la barra valía, el juego no había sido un juego, las fracturas de tobillo y el esquí podían irse al diablo ahora que Dina hablaba de nuevo sin que él la interrumpiera o la desviara, dejándola, sintiéndola, casi esperándola, creyendo porque era absurdo, a menos que sólo fuera porque Dina con su carita triste, sus menudos senos que desmentían el trópico, sencillamente porque Dina. A lo mejor habría que encerrarme, había dicho Dina sin exageración, en cualquier momento ocurre, usted es usted, pero otras veces. Otras veces qué. Otras veces insultos, manotazos a las nalgas, acostarse enseguida, nena, para qué perder tiempo.
Pero entonces. Entonces qué. Pero entonces, Dina.
—Yo pensé que había comprendido —dijo Dina, hosca—. Cuando le digo que a lo mejor habría que encerrarme.
—Tonterías. Pero yo, al principio...
—Ya sé. Cómo no le iba a ocurrir al principio. Justamente es eso, al principio cualquiera se equivoca, es tan lógico. Tan lógico, tan lógico. Y encerrarme también sería lógico.
—No, Dina.
—Pero sí, carajo. Perdóneme. Pero sí. Sería mejor que lo otro, que tantas veces. Ninfo no sé cuánto. Putita, tortillera. Sería bastante mejor al fin y al cabo. O cortármelas yo misma con el hacha de picar carne. Pero no tengo una hacha —dijo Dina sonriéndole como para que la perdonara una vez más, tan absurda reclinada en el sillón, resbalando cansada, perdida, con la minifalda cada vez más arriba, olvidada de sí misma, mirándolas solamente tomar una taza, echar el nescafé, obedientes hipócritas hacendosas tortilleras putitas ninfo no sé cuánto.
—No diga tonterías —repitió Lucho, perdido en algo que jugaba a cualquier cosa ahora, a deseo, a desconfianza, a protección—. Ya sé que no es normal, habría que encontrar las causas, habría que. De todas maneras para qué ir tan lejos. El encierro o el hacha, quiero decir.
—Quién sabe —dijo ella—. A lo mejor habría que ir muy lejos, hasta el final. A lo mejor sería la única manera de salir.
—¿Qué quiere decir lejos? —preguntó Lucho, cansado—. ¿Y cuál es el final?
—No sé, no sé nada. Tengo solamente miedo. Yo también me impacientaría si otro me hablara así, pero hay días en que. Sí, días. Y noches.
—Ah —dijo Lucho acercando el fósforo al cigarrillo—. Porque también de noche, claro.
—Sí.
—Pero no cuando está sola.


No hay comentarios:

Publicar un comentario